No sé cuándo escribí mi primer libro. Sí que recuerdo cuándo lo publiqué. Tenía treinta y un años y un mundo por delante. Un mundo que pensaba comerme a mordiscos.
Por entonces vivía con mi mujer en una casa preciosa en las faldas de una montaña.
Tenía treinta años y vi el sueño de mi nombre impreso en la portada de una novela sin saber muy bien a dónde me llevaría aquella locura.
Con la misma edad, un mes después, fui padre. Y no por cumplir aquello de “escribir un libro, tener un hijo, plantar un árbol”, sino porque así fueron las cosas.
Tampoco en aquel momento supe lo maravillosa que sería la aventura de la paternidad.
Y planté un árbol, sí. Casi más por cerrar el círculo que por un auténtico afán repoblador.
Lo hice en el jardín de los vecinos de enfrente, junto a un coqueto edificio blanco en el que mi vástago crecería. Aún hoy, quince años después, se mantiene firme y con las raíces sanas.
Como en aquellos años me sobraba energía, decidí, sacando ratos entre mis clases en la universidad, mi dedicación prioritaria a mi familia, mis letras y mis aficiones, preparar un maratón.
Había dado el salto desde el medio fondo al fondo; luego, a la media maratón. Era hora de enfrentarme a mis primeros 42 kilómetros. Lo hice estupendamente, rozando las tres horas.
Lo vivido es lo mejor que nos ha podido suceder
Mis treinta y un años de edad fueron, se mire por donde se miren, emocionantes y estuvieron cargados de retos.
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Hoy, mucho tiempo después, me pregunto cómo habría sido mi vida sin aquellos pasos.
Nunca sabremos si lo que hemos vivido lo hicimos de la mejor manera posible, pero tengo el convencimiento de que todo sucede por algo.
De ahí que piense que, aunque sin datos empíricos que lo corroboren, lo vivido es, sin lugar a dudas, lo mejor que nos ha podido suceder.
Todo ocurre para mejor
Incluso aquellos episodios que creemos desgraciados; incluso los infortunios, cuando son reales y no inventados por nuestras auto-limitaciones o nuestros fantasmas; incluso los que no comprendemos ni alcanzamos a descifrar.
Todo ocurre para bien, para fortalecernos, para enseñarnos.
No he dejado de plantearme retos, metas y propósitos de todo tipo. No he dejado de recibir aprendizajes. No sabría vivir inconscientemente, sin estar en continuo caminar.
Cambiar de casa, de ciudad, de trabajo; atreverme con nuevos registros literarios, fichar por nuevas editoriales; acompañar a mi hija en su crecimiento; emprender proyectos, negocios, campañas; asumir mi cuerpo; disfrutar de mi evolución; viajar; conocer nuevas personas, nuevas ideas, nuevas perspectivas…
Puede que ahora no plante árboles (aunque cualquier día lo haré nuevamente) y la paternidad ya la tengo consolidada. Pero sigo escribiendo.
Y aunque no corro maratones (después de los urbanos, pasé a los maratones de montaña; y ahí dije “basta”), mi esfuerzo ahora es asimilar que nunca los correría con los tiempos que hacía de joven.
Sigo feliz, consciente y emprendedor. Y es que he descubierto que, con cualquier acción podemos iniciar caminos por descubrir.
Nunca sabemos qué nos deparará el futuro, por mucho que nos empeñemos en planificarlo. Ni siquiera sabemos cuáles serán las consecuencias de lo que iniciemos en el presente.
Eso sí, tengo claro que hay que continuar iniciando, abordando proyectos, reinventando nuestras vidas. Yo lo hago a diario.
Para eso, no hace falta tener treinta y un años; para eso, lo que hay que tener es humildad, paciencia consigo mismo y grandes dosis de ilusión.
Y la ilusión empieza por mirarse en el espejo y decirse, como me digo a mí mismo, “eres un gran tipo, no desperdicies el día con falsos dramas y sonríe”.
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